jueves, 21 de octubre de 2010

Los primeros misioneros pentecostales puertorriqueños

Sólo quedan seis años para la celebración del centenario del pentecostalismo en Puerto Rico. Están por cumplirse cien años desde el memorable 31 de agosto de 1916 cuando el misionero Juan L. Lugo arribó al puerto de San Juan desde California, vía Nueva York. Otros seis misioneros puertorriqueños llegaron al transcurrir el primer año de Lugo en Puerto Rico. En orden de llegada, ellos fueron: Salomón Feliciano y su esposa Dionisia, Francisco (Panchito) Ortiz, Delfín Montalvo, Francisco Ortiz, padre, y Lorenzo Lucena. Salomón y Dionisia estuvieron presentes en el primer servicio celebrado en Ponce el 3 de noviembre. Menos Lucena, todos ellos eran misioneros acreditados por la joven denominación pentecostal americana, Asambleas de Dios, establecida en 1914. Todos procedían de California. De todos esos misioneros sólo nos queda la memoria escrita de Juan L. Lugo, el más fogoso entre todos y el primero en presidir la denominación en Puerto Rico.
No fue usual que misioneros oriundos de Puerto Rico arribaran a sus propias playas a establecer una misión. Fueron extranjeros los que habían proclamado el evangelio anteriormente. Los primeros fueron clérigos españoles que llegaron en los inicios de la colonización española en 1509. Alrededor de cuatrocientos años después, con la conquista de Puerto Rico por los Estados Unidos en 1898, llegó una oleada de misioneros americanos proclamando la fe protestante, mejor conocida como evangélica.
Unos 18 años después de la llegada de los evangélicos llegaron los pentecostales, pero esta vez eran puertorriqueños. Identificaron su mensaje como el evangelio completo o evangelio pentecostal. Tuvieron en común que salieron de Puerto Rico rumbo a Hawai como parte del éxodo de unos 5,000 mil puertorriqueños, principalmente entre 1900 a 1901. La mayoría de los emigrados eran habitantes de los pueblos del interior cafetalero. Fueron reclutados por agentes de compañías azucareras de Hawai que llegaron al puerto de Ponce en búsqueda de trabajadores de la caña. Las condiciones económicas de Puerto Rico estaban fértiles para que los campesinos respondieran en masa a las ofertas de trabajo. En la región montañosa se vivía una verdadera hambruna. Arroja luz sobre lo que vivieron los futuros misioneros el informe que rindió el médico de Adjuntas en enero de 1899. De las 102 muertes ocurridas en ese pueblo en el mes de enero, el 38% de ellas fue por hambre y otro 33% por enfermedades producidas por el hambre. La expectativa de vida en Puerto Rico era de 35 años. Tres factores explican la severa crisis: a nivel mundial había ocurrido la más grande caída de los precios del café; en Puerto Rico la crisis se intensificó con la interrupción del comercio y el crédito como consecuencia de la invasión americana; y fue profundizada aun más con el paso del huracán San Cipriaco en 1899, uno de los dos huracanes más fuertes de los registrados en Puerto Rico. Cuando Juan L. Lugo regresó a Puerto Rico en 1916 tenía 26 años. La fascinación de volver a su país y la acogida que tuvo su mensaje, le hizo expresar en uno de sus primeros informes enviados a las oficinas de las Asambleas de Dios: "Creo que trabajaré para mi Señor en Puerto Rico el resto de mi vida. Gracias a Dios que estoy más decidido hoy que cuando salí de California; y por su gracia y fuerza predicaré el evangelio a lo largo de toda la isla."
No todos los siete misioneros originales imprimieron una huella tan marcada en el pentecostalismo puertorriqueño como de Juan L. Lugo. Por los siguientes años Salomón y su esposa Dionisia viajaron dos veces a República Dominicana, y luego regresaron a California. Francisco (Panchito) Ortiz murió prematuramente en 1923, a los seis años de su regreso a Puerto Rico. De Delfín Montalvo no existen datos después de los primeros dos años. Al parecer, Francisco Ortiz, padre, murió no mucho después que su hijo. Lorenzo Lucena tuvo un largo y exitoso ministerio, primero en los campos de Lares, luego en Mayagüez, y por más tiempo, en Humacao.
El mensaje del evangelio pentecostal -como le llamaban los misioneros puertorriqueños a su mensaje, para distinguirlo de los evangélicos- llegó acompañado de sanidades, prodigios y milagros. La aceptación de esta fe fue extraordinaria. Ninguna otra misión pentecostal en el mundo tuvo una acogida igual, pero tampoco ninguna otra misión fue fundada por nativos. No sólo fue el mensaje fue predicado en el idioma vernáculo, sino de labios de compueblanos que compartían las mismas costumbres y cultura. Cuando llegó a Puerto Rico el primer misionero pentecostal americano, Frank Finkenbinder, ya la obra tenía cinco años de estar fundada. Fue entrañablemente amado por los puertorriqueños, pues se hizo uno de ellos, incluso pasando hambre con ellos. Años después, en una breve reseña de la obra en Puerto Rico, Finkenbinder expresó, como a modo de explicación del por qué había respetado profundamente las formas puertorriqueñas: "Dios había puesto su sello de aprobación sobre el ministerio de aquellos humildes y abnegados [ministros] obreros, y, como en los tiempos de los apóstoles, señales y milagros acompañaban muy frecuentemente sus ministerios. El que suscribe fue testigo ocular de esto..., misioneros de otras denominaciones quedaban perplejos."